Del oso al águila: Europa se libera de Rusia, pero cae en una nueva dependencia

En el año 196 a.C., durante los Juegos Ístmicos en Corinto, el general romano Tito Quincio Flaminino proclamó solemnemente ante una multitud de griegos que, tras la derrota de Macedonia, “Grecia era libre”. Las palabras resonaron con fuerza entre quienes deseaban el fin de la dominación macedónica. Sin embargo, esa aparente emancipación escondía una verdad menos gloriosa: los griegos no habían recobrado una libertad auténtica, sino que habían cambiado un amo por otro (de Macedonia a Roma).
Más de dos mil años después, Europa ha experimentado una transformación que resuena con aquella escena histórica. La invasión rusa a Ucrania en 2022 precipitó el quiebre definitivo de la dependencia energética europea respecto del gas ruso, una relación que había moldeado buena parte de la arquitectura energética del continente desde la Guerra Fría. En nombre de la “independencia energética” y la seguridad, la Unión Europea reorganizó sus flujos de aprovisionamiento, multiplicó las terminales de GNL y firmó nuevos acuerdos con proveedores... especialmente con Estados Unidos.
Así como Flaminino ofreció libertad con la sombra del poder romano, Europa se presenta hoy como libre del gas ruso, pero ¿ha evitado realmente caer bajo una nueva dependencia?
La fuerza energética del oso ruso
Desde la década de 1970, el acercamiento europeo hacia Rusia se concretó fundamentalmente a través del plano energético. A lo largo de esos años, comenzaron a construirse gasoductos que suministraron energía para sostener el desarrollo industrial europeo. Esta relación se consolidó con el tiempo y logró atravesar incluso la disolución de la Unión Soviética. Con el correr de las décadas, Rusia se convirtió en el principal proveedor de gas natural del continente, una posición que le otorgó una palanca de poder geopolítico capaz de influir —y en algunos casos coaccionar— a los países europeos mediante el control del flujo energético.
También podría interesarte
Uno de los ejemplos más claros de cómo Rusia utilizó su posición energética para condicionar a Europa fue durante la crisis de Crimea en 2014. En ese momento, la respuesta europea fue nula, y no se tradujo en una acción contundente para asistir a Ucrania o revertir la anexión de la península por parte de fuerzas respaldadas por Moscú. La dependencia energética limitó los márgenes de maniobra europeos, revelando hasta qué punto el gas ruso operaba como un factor inhibidor de la capacidad de disuasión del continente.
Sin embargo, aquella relación terminó quebrándose en 2022. A diferencia de lo ocurrido en Crimea, la invasión a gran escala de Ucrania supuso una amenaza para el orden europeo. Moscú no solo desafió las fronteras ucranianas, sino que comenzó a instrumentalizar el gas como un arma de presión abierta: cortes de suministro y amenazas energéticas directas a países miembros de la Unión Europea. Esta vez, la amenaza fue percibida no como un conflicto localizado, sino como un desafío frontal a la seguridad europea en su conjunto. Fue entonces cuando la dependencia energética dejó de ser tolerable y se convirtió en una vulnerabilidad estratégica inaceptable. Europa, empujada por la urgencia, optó por cortar lazos con Moscú y reconfigurar su dependencia energética, aunque ello implicara entrar en una nueva forma de dependencia.
Nuevo sometimiento de Europa
La relación entre Europa y Estados Unidos ha atravesado momentos de tensión y acercamiento, pero mantiene una constante: la subordinación estratégica de Europa al liderazgo estadounidense a través de la OTAN. En la práctica, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Europa ha funcionado como una suerte de protectorado militar norteamericano, bajo la garantía de disuasión nuclear y seguridad colectiva proporcionada por Washington. La expansión de la Alianza Atlántica hacia el este no solo reforzó la arquitectura de seguridad continental, sino que consolidó una posición de primacía estadounidense en el sistema político-militar europeo. En ese contexto, el acercamiento energético entre Europa y Moscú fue percibido en Washington como una amenaza latente a su hegemonía transatlántica.
Una Europa conectada con Rusia a través del gas y, eventualmente mediante vínculos diplomáticos más estrechos, abría la posibilidad de una integración continental autónoma, una suerte de eje estratégico euroasiático. Esta idea fue incluso promovida por el propio Vladímir Putin en diversos discursos, como en 2010, donde planteó la visión de una “Europa desde Lisboa hasta Vladivostok. La propuesta evocaba, aunque desde otro paradigma, una noción que ya había sido esbozada por Charles de Gaulle décadas antes, cuando imaginaba una Europa unida “del Atlántico a los Urales”, libre de injerencias externas y capaz de definir su propio destino estratégico.
Tal escenario habría dado lugar a un contrapeso de gran escala al poder estadounidense, combinando la tecnología, el capital y el mercado europeo con los recursos energéticos, demográficos y militares rusos.
La ruptura entre Europa y Rusia no solo debilitó a un rival geopolítico, sino que reforzó la centralidad estadounidense. Washington consolidó su rol como garante militar a través de la OTAN, y al mismo tiempo se convirtió en proveedor estructural de energía para Europa, desplazando a Moscú en un terreno donde antes había ejercido influencia. Más aún, la posibilidad de una unión euroasiática, basada en la complementariedad entre europeos y rusos, fue desactivada, lo que evitó la formación de un contrapeso geoestratégico capaz de desafiar la primacía estadounidense.
¿Triunfo de Trump?
La consolidación de esta nueva arquitectura de dependencia quedó formalmente sellada a mediados de 2025, cuando la Unión Europea y Estados Unidos alcanzaron uno de los acuerdos comerciales más ambiciosos de las últimas décadas. Presentado como el fin de una prolongada guerra arancelaria iniciada durante la administración Trump, los europeos se comprometieron a triplicar sus importaciones de energía estadounidense en un plazo de tres años, abarcando gas natural licuado, petróleo y combustibles nucleares, por un valor estimado en 750.000 millones de dólares.
En los Juegos Ístmicos del 196 a.C., tras declarar la libertad de Grecia, Tito Quincio Flaminino fue recibido como un dios. Según Plutarco, “los griegos escucharon el anuncio como si hubiesen vuelto a nacer”. Pero lo que parecía emancipación era, en verdad, el acto fundacional de una nueva tutela: la autonomía proclamada no era más que la máscara de una hegemonía.
Hoy, Europa proclama su liberación del gas ruso. Firma acuerdos millonarios con Estados Unidos, reconfigura sus flujos comerciales y multiplica su infraestructura energética bajo estándares norteamericanos. Cree haber recobrado su soberanía, cuando en realidad ha institucionalizado una nueva forma de dependencia.