Del alambre de púas al Muro y los disparos: de cuando Berlín quedó dividida, y sus habitantes también

El 13 de agosto de 1961, las autoridades del Berlín Oriental comenzaron a colocar alambre de púas a lo largo de la línea que separaba la ciudad. Para impedir que cualquier ciudadano intentara cruzar la frontera mientras avanzaban las obras, la policía de la República Democrática Alemana abría fuego contra quienes se atrevían a hacerlo. Comenzaba así la construcción del Muro de Berlín.
Para Moscú significo una barrera con la cual evitar la huida masiva de mano de obra hacia occidente; para Washington una herramienta necesaria para la contención.

De la posguerra a las crisis
Tras la derrota de la Alemania nazi en 1945, Berlín quedó dividida en cuatro sectores: el Oeste, bajo control de Estados Unidos, Reino Unido y Francia, y el Este, bajo control de la Unión Soviética. Mientras en la parte occidental se aplicaba el Plan Marshall, en la oriental se instauraba un sistema socialista centralizado bajo la órbita del Kremlin.
En los años posteriores, Berlín Occidental se convirtió en una isla de prosperidad incrustada en el corazón de la República Democrática Alemana.
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Pero, para la amargura de la RDA, también se transformó en una vía de escape masiva: entre 1949 y 1961, más de 2,7 millones de personas huyeron del Este al Oeste a través de la ciudad. Esta migración, conocida como Republikflucht (“fuga de la república”), drenaba mano de obra calificada, minaba la economía del bloque soviético y erosionaba la legitimidad del régimen socialista.
La decisión soviética: dividir Berlín con un muro
En su momento, Stalin comprendió que, si se quería presionar a Occidente, bastaba con amenazar a Berlín Occidental.
Ya en 1948, el dirigente soviético había intentado hacerlo mediante un bloqueo de la ciudad alemana. La maniobra no fue fructífera, pero evidenció la vulnerabilidad a la que estaba expuesta. La firme respuesta estadounidense durante el bloqueo, especialmente a través del puente aéreo, demostró la determinación de Estados Unidos de proteger a sus aliados y mantener su influencia en Europa occidental.
Nikita Krushev, quien sucedió a Stalin en 1953, también siguió esta lógica. En sus memorias, el líder soviético comentó: “El pie norteamericano en Europa tenía una ampolla dolorosa. Era el Berlín occidental. Cada vez que deseábamos pisarle el pie a los Estados Unidos y hacerles sentir dolor, lo único que teníamos que hacer era obstruir las comunicaciones de Occidente con la ciudad a través del territorio de la República Democrática Alemana”.

En 1958, Krushev lanzó un ultimátum para que las potencias occidentales se retiraran de Berlín en un plazo de seis meses, amenazando con transferir el control de los accesos a la RDA. Aunque la crisis no derivó en un enfrentamiento abierto, el líder soviético comprendió que debía actuar para frenar la fuga de ciudadanos. Alemania Oriental estaba perdiendo mano de obra debido a los centenares de miles de personas que huían hacia Alemania Occidental a través de Berlín. La solución llegaría en forma de muro.
En la madrugada del 13 de agosto de 1961, bajo un operativo de precisión, tropas y obreros del Berlín Oriental comenzaron a desplegar alambre de espino, bloquear calles y levantar barricadas. La policía de la RDA recibió órdenes de disparar contra cualquiera que intentara cruzar. Familias quedaron separadas, trabajadores fueron impedidos de llegar a sus empleos y la ciudad quedó partida en dos mundos irreconciliables.
La medida fue presentada por el bloque socialista como una “barrera antifascista”, pero su verdadera función era detener el éxodo hacia Occidente.
Kennedy y el realismo de la contención
En Washington, la sensación fue más bien de alivio. En su libro “La diplomacia”, Kissinger recoge una frase de Kennedy que ilustra esta postura: “Parece particularmente estúpido arriesgar a un millón de norteamericanos por una discusión sobre los derechos de acceso a una autopista […] o porque los alemanes desean ver reunificada a Alemania. Si voy a amenazar a Rusia con una guerra nuclear, tendrá que ser por razones mucho más grandes e importantes que esa”.

Estados Unidos no iba a ir a la guerra contra la URSS por Berlín, pero tampoco permitiría que los soviéticos avanzaran hacia Occidente, ya que ello ponía en peligro la estrategia de contención adoptada por Washington desde los inicios de la Guerra Fría.
El muro fue, más bien, una solución que congelaba una crisis potencialmente explosiva: permitía a ambas superpotencias mantener su posición sin cruzar la línea roja de un conflicto directo. Como bien diría Kennedy durante una reunión tras la construcción: “No es una solución demasiado buena, pero un muro es muchísimo mejor que una guerra”.
Sin embargo, en 1963, Kennedy viajaría a Berlín Occidental para pronunciar su célebre discurso Ich bin ein Berliner (“Soy un berlinés”). Esto no se trataba de un gesto sentimental, sino de una maniobra estratégica para reforzar el compromiso estadounidense con sus aliados y enviar un mensaje disuasorio a la URSS.
Kennedy entendía que la supervivencia de la credibilidad de Estados Unidos como líder del bloque occidental dependía de proyectar determinación ante Moscú, incluso si, en términos prácticos, había aceptado la existencia del muro como un mal menor.