En 1841, en la ciudad de Salta, tuvo lugar uno de los episodios más salvajes de la guerra civil entre unitarios y federales. Cómo fue la persecución y horrible final del hombre cuya sangre haría historia.
La despiadada guerra civil entre unitarios y federales en el territorio argentino, que ocupó gran parte del siglo XIX, dejó innumerables episodios de violencia y derramamiento de sangre de la que aún hoy se recuerdan. Uno de los hombres más destacados de aquella época fue Juan Manuel de Rosas, líder federal y gobernador de Buenos Aires, que persiguió a quienes pensaban distinto y en muchas oportunidades hasta castigó con la muerte.
Una de sus víctimas fue Marco Manuel Avellaneda, quien padeció una muerte dolorosa y trágica el mismo que día que uno de sus hijos estaba cumpliendo años: el 3 de octubre de 1841. Nombrado gobernador de Tucumán unos meses, le declaró la guerra a Rosas quien no dudó en tomar represalia.
Cuando Juan Galo Lavalle, reconocido unitario, cayó en el norte, también lo hicieron varios líderes de la zona que lo apoyaban. Uno de estos fue Marco quien había tomado la decisión de escapar a Bolivia tras el fracaso de Famaillá.
Primero se dirigió a San Javier, pasó por Raco, y siguió su marcha hacia el norte para llegar a Jujuy. Pero al hacer un alto en la Estancia “La Alemania”, en Salta, fue traicionado y tomado prisionero por Gregorio Sandoval, jefe de la escolta de Lavalle. Sandoval había sido elegido para acompañar a nuestro desdichado protagonista pero, en el camino, decidió pasarse al bando de los federales de Rosas.
El asesino fue el militar y miembro de La Mazorca, Mariano Maza, quien además era sobrino y primo de Manuel y Ramón Maza. El mazorquero sometió a Avellaneda a un violento interrogatorio, lo condenó por traición a la patria y hasta haber sido parte del asesinato del exgobernador tucumano, Alejandro Heredia. El padre de Nicolás fue degollado y decapitado junto con el coronel José María Vilela, el comandante Lucio Casas, el mayor Gabriel Suárez, el capitán José Espejo y el teniente Leonardo Souza que pasarían a ser conocidos como "los mártires de Metán".
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Fue clavada en una pica y expuesta en la Plaza Independencia tucumana. Esta era una táctica que solía hacerse en el siglo XIX, una manera de que los ciudadanos vean lo que podía pasarles si intentaban desobedecer al poder de turno.
El doctor Félix Frías, quien fue secretario de Lavalle, se refirió a la muerte de Avellaneda: "La pérdida de aquel Avellaneda, gobernador de Tucumán, es una de las más dolorosas que ha deplorado la revolución argentina, agregando que sus últimos instantes fueron admirables por su cristiana resignación y viril comportamiento".
Con los años se empezó a construir el relato de una mujer que arriesgó su vida por conservar su cabeza: Fortunata García.
Fortunata era una tucumana, uno de sus hijos terminaría siendo gobernador, que tras días de ver cómo la cabeza de Avellaneda se pudría a vista de todos decidió "robarla" una noche. A la mañana siguiente las casas de Tucumán fueron registradas en busca del tesoro y según explicó Caras y Caretas en la reconstrucción del hecho, la mujer les dijo a los soldados que primero revisen la caja con "su ropa de uso" aunque nadie se animó.
La cabeza fue enterrada en el convento San Francisco, tiempo después fue devuelta a la familia del muerto. Por cosas del destino hoy descansa en el Cementerio de La Recoleta, a metros de la bóveda familiar de los Ortiz de Rosas.
La heroína murió en 1870, cuatro años después el pequeño Nicolás que perdió a su papá en el día de su cumpleaños se convertiría en el Presidente más joven.
Por Yasmin Ali
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