Por qué las rutas marítimas del Ártico son las nuevas “zonas de poder” que todas las potencias quieren controlar

El nuevo tablero en el que juegan China, Rusia y Estados Unidos. Quien controle esas rutas no solo moverá mercancías: moverá el equilibrio del poder mundial.
Ártico. Foto: Unsplah
Ártico. Foto: Unsplah

Cuando en el siglo XVI los reinos atlánticos de Europa —Portugal, España, Inglaterra y Holanda— rompieron el cerco continental y abrieron nuevas rutas marítimas hacia Asia y América, el mapa del mundo se dio vuelta. El eje de la historia se desplazó de las potencias continentales del interior europeo hacia los Estados marítimos que dominaron los flujos del comercio global. Cinco siglos después, algo similar vuelve a ocurrir.

China está haciendo en el Ártico lo que los europeos hicieron en los océanos. El 23 de septiembre de 2025, el buque Istanbul Bridge partió del puerto de Ningbo inaugurando el “China-Europe Arctic Express”, una ruta que reduce a apenas 18 días el tránsito entre Asia y Europa, la mitad del tiempo que requiere el Canal de Suez.

Este nuevo corredor no es solo un avance tecnológico o comercial. Es un movimiento de reorganización geoestratégica comparable a la apertura del Cabo de Buena Esperanza o al cruce del Atlántico: una revolución del espacio, donde el hielo derretido del norte cumple el mismo papel que las aguas del Índico en el siglo XVI. Quien controle esas rutas no solo moverá mercancías: moverá el equilibrio del poder mundial.

Comercio marítimo
Comercio marítimo

Del deshielo al tablero

Durante siglos, el Ártico fue el límite del mundo habitable. Hoy, el deshielo ha cambiado esa lógica. Como ocurrió con la Conferencia de Berlín de 1884, cuando las potencias europeas trazaron en mapas el futuro del continente africano sin haber pisado la mayor parte de su territorio, las grandes potencias del siglo XXI comienzan a proyectar su influencia sobre un espacio que se abre más rápido de lo que la diplomacia puede regular.

El Ártico, vasto, escasamente habitado y rico en recursos, se convierte en la nueva frontera del poder global. Pero a diferencia del África colonial, lo que hoy está en juego no son pueblos, sino rutas, minerales y como advirtió Richard Nixon en La verdadera guerra, la disputa por los recursos energéticos.

¿Qué actores han sabido aprovechar esta coyuntura? Rusia y China comprendieron que el deshielo era una invitación a ocupar ese espacio.

El oso polar ruso

Moscú, bajo el liderazgo de Vladimir Putin, concibe la región como el futuro económico y estratégico de Rusia. El presidente ha declarado que “El futuro de Rusia está en el Ártico”. Por lo tanto, Rusia ha afianzado su presencia con población permanente, militarización e infraestructura dual, con nuevos rompehielos nucleares y bases aéreas modernizadas. La Península de Kola se ha convertido en el núcleo de su flota de submarinos nucleares.

Vladímir Putin, presidente de Rusia. Foto: Reuters (Evgenia Novozhenina)

Además, el Kremlin ha conformado un dispositivo militar especializado para operar en condiciones polares. Desde 2014, Rusia cuenta con brigadas árticas entrenadas para el combate en temperaturas extremas, equipadas con vehículos de nieve, artillería de corto alcance y defensa antiaérea adaptada al terreno helado.

Un dragón casi polar

China se autodefine como un “Estado casi ártico”. Su expansión hacia el norte, bajo el proyecto de la “Ruta de la Seda Polar”, constituye la prolongación marítima de la Iniciativa de la Franja y la Ruta. El nuevo corredor Arctic Express es más rápido, pero tambien es la consolidación del poder geoeconómico chino, que conecta el Pacífico, el Índico, el Atlántico y ahora el Ártico. Esta red le permite a Beijing reducir su dependencia del Estrecho de Malaca y escapar al control naval estadounidense

Su presencia en proyectos como Yamal LNG en Rusia, su estación de investigación en Svalbard, Noruega y su flota de rompehielos Xue Long revelan una ambición que va más allá del comercio: configurar una esfera de influencia que conecte el Pacífico con el Atlántico al margen de las rutas controladas por Occidente.

En otras palabras, construir una Eurasia conectada desde el mar, en un momento en que su expansión terrestre en donde el sueño de la Franja continental se ha vuelto cada vez más compleja y vulnerable.

Washington y la parálisis estratégica

Mientras tanto, Estados Unidos asiste rezagado a esta transformación. Su dominio histórico de los mares le ha otorgado una sensación de seguridad que hoy juega en su contra. Si bien su presencia militar en Groenlandia y Alaska le ofrece ventajas geográficas, la falta de inversión en rompehielos y bases lo deja en desventaja frente a Moscú y Pekín. El intento de Donald Trump de comprar Groenlandia simbolizó una reacción tardía ante una competencia que ya había comenzado.

A largo plazo, las consecuencias pueden ser profundas: el centro de gravedad marítimo del mundo podría desplazarse lentamente fuera de su órbita, especialmente si el Ártico se consolida como un eje euroasiático capaz de escapar a su control. Si algo nos ha enseñado la historia es que las grandes potencias decaen cuando pierden el control de las rutas, flujos de mercancías, energía, entre otros.

Surge entonces una pregunta inevitable: ¿aceptará Washington quedar al margen del nuevo tablero euroasiático que se despliega en el Ártico?

El nuevo gran juego

Cinco siglos después de las exploraciones oceánicas y más de un siglo después del reparto de Asia y África, el Ártico se convierte en el escenario del nuevo Gran Juego. Esta vez no se trata de territorios coloniales ni de imperios clásicos, sino de zonas económicas exclusivas, rutas marítimas y flujos energéticos.

En este tablero helado, Rusia busca acrecentar su estatus como potencia euroasiática, China proyecta su poder marítimo hacia el norte, y Estados Unidos enfrenta la disyuntiva entre reaccionar o replegarse. En última instancia, la supremacía global del siglo XXI podría depender de quién logre controlar ese espacio.