Aniversario del pacto Ribbentrop-Mólotov: el día en que Hitler y Stalin se dieron la mano

Alemania tiene una larga historia de acercamiento a Rusia: desde el surgimiento de Prusia hasta la consolidación del Segundo Imperio bajo Bismarck.
Adolf Hitler recibe a von Ribbentrop en la Cancillería del Reich en Berlín después de la firma del pacto.
Adolf Hitler recibe a von Ribbentrop en la Cancillería del Reich en Berlín después de la firma del pacto. Foto: rferl.org

Un 23 de agosto hace 86 años, en 1939, las democracias quedaron atónitas, de repente dos enemigos ideológicos se daban la mano y allanaban el camino al inicio de la Segunda Guerra Mundial.

Ese día se firmó el Tratado de no Agresión entre Alemania y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), por los ministros de Asuntos Exteriores de estos países, Joachim von Ribbentrop y Viacheslav Mólotov.

El anuncio del pacto Ribbentrop-Mólotov cayó como un rayo sobre las cancillerías de Londres y París. Polonia quedaba atrapada entre dos gigantes. La sorpresa fue tan grande porque, hasta entonces, el nazismo y el comunismo se presentaban como polos opuestos de un antagonismo existencial.

El desconcierto moral fue inmediato: ¿cómo podían unirse dos regímenes que se declaraban enemigos absolutos?

Una costumbre alemana

Si algo nos enseñó Maquiavelo es que, para prever cómo actuará un país, hay que mirar su historia: los Estados suelen repetir viejos patrones de conducta. El acercamiento hacia Rusia está ligado a la propia historia alemana, desde el surgimiento de Prusia hasta la consolidación del Segundo Imperio bajo Bismarck.

Proclamación del Imperio Alemán, pintura de Anton von WernerAnton (Bismarck Museum)
Proclamación del Imperio Alemán, pintura de Anton von WernerAnton (Bismarck Museum)

En ambos casos, Berlín supo dejar de lado los antagonismos y pactar con Moscú. Incluso en la década de 1920, una Alemania golpeada y debilitada buscó estrechar vínculos con la Rusia soviética, no por afinidad ideológica, sino como una jugada estratégica para infundir temor en las democracias occidentales. Ese miedo a una eventual alianza germano-soviética llevó a las potencias occidentales a reincorporar a Alemania al nuevo orden internacional de posguerra.

El primer acercamiento germano-soviético en el mundo de posguerra se reflejó en dos tratados clave. El Tratado de Rapallo de 1922 normalizó las relaciones diplomáticas y económicas entre ambos países, con la renuncia mutua a reclamaciones territoriales y financieras, y les permitió sortear las restricciones impuestas por Versalles. En una cláusula secreta, además, Alemania obtuvo la posibilidad de entrenar tropas en territorio soviético, mientras ambos Estados se beneficiaban del intercambio logístico. A esto se sumó el Tratado de Berlín de 1926, que parecía una reedición del viejo Tratado de Reaseguro de Bismarck (1887): en él, ambas partes se comprometían a mantener la neutralidad si una de ellas era atacada por un tercero.

Ese entendimiento, sin embargo, comenzó a resquebrajarse con el ascenso de Hitler en 1933.

Enemigos ideológicos

Hitler tenía como objetivo la destrucción del bolchevismo, y las potencias occidentales eran conscientes de ello, compartiendo en parte esa preocupación. Como hemos mencionado en artículos anteriores la configuración de Europa en la década de 1930 permitió a Hitler avanzar hacia el este y anexar Austria y parte de Checoslovaquia. Una Alemania rearmada, con un objetivo claro, se convirtió en un contrapeso considerado necesario frente a la amenaza que representaba el comunismo.

Sin embargo, el líder alemán tenía sus propios objetivos. Si quería destruir el bolchevismo, lo haría a su manera, evocando la estrategia de Julio César, bajo sus propios términos y en el momento que considerara propicio. Además, el Führer perseguía un objetivo territorial más: consolidar su sueño del Gran Imperio Alemán (Großdeutschland). Para ello necesitaba recuperar los territorios cedidos tras la creación de Polonia por el Tratado de Versalles de 1919. Sin embargo, había un obstáculo: tras el pacto de Múnich, las potencias occidentales se negaron a ceder nuevamente cualquier territorio que Hitler reclamara. Este fue el as en la manga que Stalin necesitaba para negociar con el líder alemán. Polonia representaba, para ambos dirigentes, una aberración: a sus ojos, no era más que una creación del Tratado de Versalles. Si Stalin podía tentar a Hitler con una repartición del país y, al mismo tiempo, empujar a los nazis contra Occidente, entonces podría asegurarse la tranquilidad… al menos por un tiempo.

El pacto-nazi soviético

Si la ideología determinara invariablemente la política exterior, Hitler y Stalin jamás se habrían dado la mano, como no lo habrían hecho tampoco, tres siglos antes, Richelieu y el sultán de Turquía. Pero el interés geopolítico común es un vínculo poderoso, que inexorablemente atraía a Hitler y Stalin, dos viejos enemigos.

Viacheslav Mólotov (izda.) y Joachim von Ribbentrop (dcha.) tras la firma del Tratado de Amistad entre la Unión Soviética y Alemania, 28 de septiembre de 1939. Un mes antes habían firmado el pacto Molotov-Ribbentrob. Foto: Wikimedia Commons / Dominio público

Después de semanas de gestos y contactos diplomáticos, el 23 de agosto de 1939 ocurrió lo impensable: Hitler y Stalin se dieron la mano. Este gesto se materializó en la firma del pacto Ribbentrop-Mólotov. Alemania y la Unión Soviética se repartieron Polonia y acordaron mantener la neutralidad mutua, asegurando a Hitler la libertad de atacar Occidente y a Stalin tiempo para fortalecer su ejército y consolidar su influencia en Europa del Este.

Las consecuencias fueron inmediatas. El 1° de septiembre de 1939, Alemania invadió Polonia desde el oeste; el 17 del mismo mes, la Unión Soviética avanzó desde el este. El Estado polaco fue borrado del mapa en cuestión de semanas, víctima de una repartición planificada en secreto entre Berlín y Moscú. Las democracias, pese a declarar la guerra, quedaron estratégicamente desbordadas. El pacto había sellado el destino de Europa oriental y abierto la puerta a la conflagración global.

La enseñanza geopolítica de este evento es clara: las ideologías pueden ceder ante la conveniencia estratégica. Nazismo y comunismo podían odiarse, pero en aquel momento coincidieron en un objetivo común: ganar tiempo, espacio y ventajas frente a sus rivales. En definitiva, el pacto Ribbentrop-Mólotov recuerda que los Estados, incluso los más ideologizados, actúan según la lógica del poder, y que las alianzas en la arena internacional son siempre tácticas, nunca permanentes.