Un hongo editado genéticamente promete más proteína y menor impacto ambiental que la carne
La investigación muestra que la edición genética permitió aumentar la eficiencia productiva y reducir emisiones, sin recurrir a ADN externo. La nueva cepa FCPD aumenta la producción proteica y mejora la digestibilidad, posicionándose como una alternativa intermedia entre la carne tradicional y las proteínas vegetales.

Durante años, la búsqueda de alternativas a la carne se movió entre dos extremos. Por un lado, las proteínas vegetales clásicas, accesibles y sostenibles, pero con limitaciones en textura y aceptación masiva. Por el otro, las carnes cultivadas en laboratorio, cargadas de expectativas, aunque todavía costosas y complejas de producir a gran escala.
Un estudio reciente desarrollado en China propone ahora una tercera vía: un hongo comestible editado genéticamente que produce más proteína utilizando muchos menos recursos.

El avance fue liderado por investigadores de la Universidad de Jiangnan y publicado en revistas científicas especializadas en biotecnología y ciencia de los alimentos.
El protagonista del estudio es Fusarium venenatum, un hongo conocido desde los años sesenta y utilizado para producir micoproteína, base de alimentos ampliamente consumidos en Europa y otros mercados.
Proteínas sin ganado: cómo un hongo editado genéticamente podría cambiar lo que comemos
La innovación no está en el organismo en sí, sino en su optimización. Si bien el Fusarium venenatum ya presentaba ventajas importantes (una estructura fibrosa similar a la carne y un historial de seguridad alimentaria), su producción requería grandes cantidades de azúcar y presentaba dificultades de digestión debido al grosor de sus paredes celulares.

Para superar estas limitaciones, el equipo científico recurrió a la tecnología CRISPR, una herramienta de edición genética de alta precisión. Mediante este método, desactivaron dos genes específicos sin incorporar material genético externo.
Uno de ellos está vinculado al metabolismo de los azúcares, lo que permitió que el hongo creciera con menos glucosa. El otro regula la producción de quitina, un componente rígido de la pared celular que dificulta la digestión.
El resultado fue una nueva cepa, denominada FCPD, capaz de producir un 88% más de proteína utilizando un 44% menos de nutrientes. En términos industriales, esta mejora es clave: el azúcar y el nitrógeno representan una parte significativa de los costos en la producción de micoproteína, por lo que reducir su uso impacta directamente en la viabilidad económica.
Más allá del rendimiento, el estudio también abordó uno de los principales desafíos de las alternativas cárnicas: la experiencia sensorial.
La reducción de quitina adelgazó las paredes celulares del hongo, facilitando la digestión de la proteína y mejorando la textura. A esto se sumó un leve aumento en el contenido graso, suficiente para aportar jugosidad y evitar la sensación “esponjosa” que suele generar rechazo en este tipo de productos.
Las pruebas incluyeron análisis mecánicos y ensayos de masticación, que mostraron una textura más cercana a la pechuga de pollo, un punto clave para la aceptación del consumidor en un mercado cada vez más exigente.

Desde el punto de vista ambiental, los resultados también son significativos. Según las comparaciones realizadas con sistemas productivos chinos, la cepa FCPD requiere un 70% menos de tierra que la producción de pollo y reduce en un 78% el riesgo de contaminación del agua dulce. Además, su huella de gases de efecto invernadero se reduce hasta en un 60% a lo largo de todo el ciclo productivo.
Los investigadores modelaron su impacto en distintos escenarios energéticos, desde regiones con alta dependencia de combustibles fósiles hasta aquellas con mayor uso de energías renovables. En todos los casos, la micoproteína editada mostró un impacto ambiental menor que el hongo convencional.
El uso de CRISPR vuelve, sin embargo, a abrir el debate público sobre la edición genética. Aunque este tipo de modificaciones, que no incorporan ADN externo, se regulan de manera diferente a los transgénicos tradicionales en países como Estados Unidos, la aceptación social sigue siendo dispar, especialmente en Europa.


















