El pueblito costero que lucha por no perder su identidad: fue premiado por la ONU y mantener su esencia es un desafío

Sus casas blancas con madera a la vista, los techos amplios que dan sombra y el verde de los pinos que bajan hasta el río Azmak crean una escena que parece suspendida en el tiempo, aunque por poco, desaparece.

Akyaka, Turquía.
Akyaka, Turquía. Foto: Instagram @joanie_robichaud

El mundo guarda lugares poco conocidos, pero con historias sorprendentes. En el suroeste de Turquía, Akyaka aparece como un pequeño milagro: un rincón del Mediterráneo que logró conservar la calma y el carácter cuando muchos otros pueblos costeros quedaron tapados por el avance del cemento.

Sus casas blancas con madera a la vista, los techos amplios que dan sombra y el verde de los pinos que bajan hasta el río Azmak crean una escena que parece suspendida en el tiempo, aunque por poco, desaparece.

Lo que pocos saben es que este equilibrio tuvo un defensor clave: Nail Çakırhan, poeta, autodidacta y el responsable de que Akyaka no terminara siendo otro destino turístico arrasado por la construcción sin control.

Akyaka, Turquía. Foto: Instagram @joanie_robichaud

El giro que cambió todo

En los años 70, Akyaka no era más que un pequeño poblado pesquero rodeado de pantanos, mosquitos y silencio. El turismo ya empezaba a explotar en otras regiones de Anatolia, y parecía cuestión de tiempo para que el mismo destino llegara hasta ahí.

Pero en 1971, Çakırhan y su esposa, la arqueóloga Halet Çambel, llegaron al pueblo buscando tranquilidad. Y en lugar de retirarse, él entendió que había algo que proteger.

Akyaka, Turquía. Foto: Instagram @aayse__sena

Sin estudios formales en arquitectura, tomó como guía las construcciones tradicionales otomanas y levantó su casa en lo alto de un acantilado, mirando al mar.

Lo que parecía un proyecto personal se convirtió en una declaración de principios: paredes encaladas, aleros profundos para soportar el calor, ventilación cruzada y estructuras de madera que acompañaban los movimientos de la tierra en una zona sísmica. Un diseño simple, bello y funcional, totalmente conectado con el entorno.

Akyaka, Turquía. Foto: Instagram @guvenlegeziyorum

La casa llamó la atención a nivel internacional. En 1983, fue reconocida con el Premio Aga Khan de Arquitectura, algo impresionante para alguien que jamás pasó por una escuela de arquitectura. Y ese fue solo el comienzo.

Cuando un sueño contagia a todo un pueblo

Lo que él creó para sí mismo pronto se volvió una referencia. Gente influyente de la región empezó a pedirle casas con ese mismo estilo, y eso reactivó oficios tradicionales que estaban desapareciendo, como la carpintería. Los jóvenes aprendieron técnicas antiguas, los artesanos volvieron a tener trabajo y se generó una especie de movimiento cultural y estético inesperado.

Akyaka, Turquía. Foto: Instagram @photographerturkey1

Para los años 90, las normas urbanísticas empezaron a incorporar como estándar las ideas de Çakırhan. Lo que él había imaginado como un refugio terminó definiendo la identidad arquitectónica del pueblo. Gracias a eso, Akyaka logró esquivar el boom de hormigón que arrasó con muchísimos balnearios de Turquía.

Hoy, Akyaka es Cittaslow, parte de la red de ciudades que promueven un estilo de vida pausado y respetuoso de la identidad local. Visitantes frecuentes destacan la mezcla perfecta de naturaleza, historia y tranquilidad: montañas, río, mar, campos de sésamo, eucaliptos y una comunidad que todavía conserva un aire intelectual.

Akyaka, Turquía. Foto: Instagram @guvenlegeziyorum

¿Se puede conservar la magia?

El gran desafío de Akyaka es seguir siendo Akyaka. En los últimos años, sobre todo después de la pandemia, mucha gente llegó en busca de tranquilidad, y el pueblo fue incluido en la lista de los Mejores Pueblos Turísticos de la ONU.

Akyaka, Turquía. Foto: Instagram @aayse__sena

Eso trajo desarrollos, movimiento y un ritmo más acelerado en verano. Las reglas urbanísticas frenan la aparición de torres y bloques de hormigón, pero el incremento del turismo pone a prueba la esencia del lugar.

Aun así, Akyaka resiste. Entre las casas blancas y el verde que baja de las montañas, el pueblo sigue encontrando la manera de ser fiel a sí mismo. Y aunque el equilibrio sea frágil, quienes lo habitan saben que vale la pena cuidarlo.