Cuando El Restaurador fue derrotada en la Batalla de Caseros, debió emprender su marcha a Inglaterra llevándose un objeto muy pelicular. Cómo fue el último adiós de la mujer que ayudó a construir la carrera política de su esposo y que terminó convirtiéndose en una "santa" para sus seguidores.
El último adiós suele decir mucho de cómo han sido en vida las personas, pero además influye en la manera en que serán recordadas para las futuras generaciones. Algo que solemos ver en personajes influyentes de la cultura mundial y argentina que lograron trascender en el tiempo. Eso podría decirse de Encarnación Ezcurra, figura clave de la época rosista y cuyo velorio es considerado el primero multitudinario de estas tierras.
Es difícil imaginar que Juan Manuel de Rosas hubiese logrado el éxito político que consiguió sin su gran aliada: su esposa Encarnación. La relación nació resistida por Doña Agustina, madre de Juan Manuel, e incluso debieron inventar un embarazo para poder casarse. Su matrimonio se convirtió en uno de los más recordados de la historia política argentina.
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María de la Encarnación nació el 25 de marzo de 1795, una de sus hermanas fue Josefa quien tuvo un hijo con Manuel Belgrano y que ella criaría como suyo. Se casó a los 18 con Rosas, un matrimonio que duró 25 años y que tuvo tres hijos de sangre.
Lucio V. Mansilla, sobrino del Restaurador, describió al matrimonio como verdaderas almas gemelas: "La encarnación de aquellas dos almas fue completa. A nadie quizá amó tanto Rosas como a su mujer, ni nadie creyó tanto en él como ella; de modo que llegó a ser su brazo derecho, con esa impunidad, habilidad, perspicacia y doble vista que es peculiar a la organización femenil. Sin ella quizá no vuelve al poder. No era ella la que en ciertos momentos mandaba; pero inducía, sugestionaba y una inteligencia perfecta reinaba en aquel hogar, desde el tálamo hasta más allá".
Sin Encarnación Rosas jamás podría haber escalada políticamente como lo hizo. Era más que su mano derecha, era quien construyó las relaciones sociales con los poderosos caudillos del interior para apoyar la "causa federal". Cuando Rosas se ausentó para encabezar la primera campaña al desierto, en 1833, fue ella quien se encargó de mantener vigente su imagen en Buenos Aires.
Por esos meses los porteños estuvieron a merced de la esposa de Rosas, la inestabilidad política iba en aumento y la Sala de Representantes no tuvo otra opción que nombrarlo gobernador por segunda vez y otorgarle la suma del poder público en 1835. El trabajo de inteligencia había funcionado.
Vivían el uno para el otro, tanto de las puertas para afuera como adentro. Varios historiadores concuerdan en que Rosas jamás le fue infiel a pesar de las candidatas que lo merodeaban, lo cierto es que el dolor fue desgarrador cuando fue ella quien lo dejó primero.
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Don Juan Manuel enviudó el 20 de octubre de 1838, ella tenía 43 años y él 45. Nunca estuvo claro la causa de su deceso, la versión más reproducida es que sufrió un paro cardiorrespiratorio, aunque en eso quedó.
Rosas estaba destruido, se encerró por horas con el cadáver y lo lloró entre cuatro paredes. Su funeral sería fastuoso y los detalles llegaron a hasta nuestros días. El British Packet, período de la colectividad inglesa, describió el funeral como un “espectáculo verdaderamente grandioso, solemne e imponente, que en estos respectos probablemente nunca ha sido superado, tal vez no igualado en este país. Computaríamos en 25.000 el número de personas que asistieron a esta ceremonia. Las que llevaban hachas pasarían de mil”. Se impuso un luto de dos años y los homenajes se reprodujeron.
Años después, en 1842, la parroquia de Balvanera fue consagrada en memoria suya. Hoy es lo que conocemos como San Expedito. Los federales más fieles a Rosas empezaron a llamarla "santa" y días antes de Caseros, su cuerpo fue trasladado en secreto a la bóveda Terrero, parientes del esposo de Manuelita.
Cuando Rosas partió al exilio a Inglaterra se llevó la llave de la tumba de su mujer. Al morir, en 1877, en su testamento le destinó a su hija y a su yerno Máximo “el testamento de Encarnación, con la llave del ataúd que contiene su cadáver”, y “el paquete con los recibos de las misas a favor de las almas de Encarnación”.
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Para 1925, la familia Ortiz de Rosas decidió trasladar los restos de Encarnación a la bóveda de la familia. Estaban convencidos que solo encontrarían polvo, pero al abrir el féretro el obispo Marcos Ezcurra relató que "el cuerpo estaba intacto, incorrupto, tal como si acabara de morir". "Los cabellos, la piel de la cara y de las manos, conservaban su integridad, lo mismo que el resto del cuerpo vestía el hábito de Santo Domingo con que doña Encarnación fue sepultada", manifestó.
"Ni las flores que el propio Rosas puso alrededor de su cabeza como un nimbo de santa, presentaban las huellas del tiempo. Todo estaba incólume. Hasta las flores secas podían reconocerse con facilidad. Muchos parientes se llevaron, como recuerdo, algunas. En las manos mantenía el rosario. Y en el rostro purísimo, sin una sola arruga, brillaba una suave sonrisa viviente", dejó constatado el obispo.
Los restos de la "santa de la confederación" continúan en la bóveda en Recoleta. Debió esperar 64 años para descansar con su esposo, cuyos restos fueron repatriados al país en 1989. Allí están, uno al lado del otro, cuidándose como lo hicieron en vida.
Por Yasmin Ali
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